Esta romántica historia se sitúa en los tiempos incaicos, cuando los cusqueños expandían sus dominios por el Callejón de Huaylas.
Cuenta que había una tribu laboriosa y pacífica que colindaba con otras similares a ella. Nada alteraba el orden de la vida en aquel lugar armónico, hasta que un día llegó a la tribu un soldado muy malherido con un encargo para el gran jefe. Se hizo la entrevista y en ella el soldado manifestó que unos guerreros de origen cusqueño habían saqueado su pueblo, matando y violando sin piedad. Decía, además, que estos cusqueños andaban con dirección a esta tribu, y que era menester prepararse para recibirlos.
El gran jefe había quedado anonadado. ¿Podían de verdad hacerle frente a un enemigo tan poderoso? No lo sabía. El soldado le había contado cosas monstruosas sobre esos cusqueños que ahora iban rumbo a su tribu. Bastaba ver el estado del soldado: había hecho su último esfuerzo para llegar hasta él, y con ello había gastado el último aliento de vida que le quedaba.
Se debía tomar acción. Luego de meditarlo con cuidado, el gran jefe ordenó a sus mejores guerreros ir en busca del jefe de los cusqueños y exponerle una política de paz. Así fue. Días después, los soldados volvieron con Huáscar, el más reconocido guerrero de la tribu invasora, quien había sido encargado por su líder llevar un mensaje de no agresión. A parte de ello, Huáscar debía quedarse en la tribu del gran jefe hasta que la comitiva cusqueña llegara, de manera que con su presencia garantizaba las relaciones de paz.
Al recibir la noticia del joven guerrero cusqueño, el gran jefe se alegró tanto que mandó le dieran al huésped la mejor habitación, comida y vestimenta. Todo iba perfecto y la relación entre el gran jefe y el joven era ideal, hasta que un día apareció, jugando en un pozo de agua, una bella muchacha de 15 años. El cusqueño quedó prendido: pronto averiguó su nombre, Huandy, y con ello supo también que era la hija del mismísimo gran jefe. ¿El inicio de la desgracia? Probablemente sí. Pero lo peor para Huáscar no fue que él la había mirado ni que era hija del jefe, sino que ella lo había mirado también, ruborizándose y sonriendo al viento en su inocencia. ¿Era correcto un amor en semejante contexto? Huáscar no lo sabía, y tal vez no le importaba saberlo. Y, según se daba cuenta, a la muchacha tampoco.
Se conocieron por primera vez una tarde que ella le llevó los alimentos. Conversaron, se enamoraron y acordaron encontrarse en la orilla del río, cuando la noche estuviera en su apogeo. Sucedió tal y como lo planearon. Aquella noche se entregaron su amor y se prometieron el uno al otro no abandonarse jamás. Huandy entonces reaccionó: ¿su padre la dejaría quedarse con un hombre que no era de su tribu? No, no lo haría nunca. Si de verdad querían que ese amor floreciera, debían huir, y debían hacerlo cuanto antes. Y huyeron, pero no llegaron muy lejos. Por su parte, el gran jefe ya estaba al tanto de los sucesos. Decepcionado de la poca deferencia del invitado para con su cortesía y de la desobediencia extrema de su hija, dejó que escaparan para luego atraparlos en el camino y mostrarles ahí su verdadera furia. Y así los atrapó; los humilló y, ya satisfecho, los ató a palos colocados en lugares estratégicos, desde donde uno podía ver al otro sufrir hasta la muerte. Huáscar, en su delirio, pensó que su gente, al llegar y verlo así, lo salvaría. Era su única esperanza.
Pero su tribu no hizo nada, y por el contrario, alabó la determinación del gran jefe. Ya sin ilusiones, viendo como su amada moría, viendo que sólo un riachuelo lo separaba de ella, sintiendo la impotencia de la resignación, juró entonces vengarse algún día de aquellos que no les permitieron ser felices. Empezó a llorar, y ella también lloró, y lo hizo hasta secarse por dentro; de las lágrimas de la doncella se formó el lago Chinanchocha (laguna hembra), y de las de Huáscar, el lago Orconcocha (laguna macho). Fue el último aliento.
Al ver tanto amor, el dios sol se compadeció de ellos y apoyó en la venganza de Huáscar. Lluvias, trueno, rayos y granizo fue lo que envió a las tribus en cuestión, y fue tanta y por tanto tiempo que cubrió a los cadáveres, convirtiéndolos así en los nevados Huascarán (por Huáscar) y Huandoy (por Huandy). Pero la venganza no quedó ahí: en 1970, el Huascarán dejó caer 10000 toneladas de hielo sobre los pueblos de los descendientes de las tribus de antaño, cumpliendo con ello su promesa de venganza.
Según dicen, se cree que en 100 ó 200 años los nevados se quedarán sin nieve y Huáscar y Huandy revivirán y se encontrarán nuevamente, pero esta vez ya para toda la eternidad.
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Consultado: 15-03-09